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Abrazar la incertidumbre

  • Foto del escritor: Juan Camilo Puentes
    Juan Camilo Puentes
  • 3 ago
  • 3 Min. de lectura

La modernidad se ha caracterizado por la dominación de las grandes narrativas como el Estado, el Capital, la Religión (católica) o la Familia (tradicional). En Occidente, estos relatos han construido no solo al individuo, sino también, la relación entre ellos, las instituciones sociales, las reglas de comportamiento e, incluso, los modelos de vida. El sujeto moderno nace como un engranaje de un sistema en donde todo se encuentra debidamente organizado y previsto. La vida, la crianza, el matrimonio, el trabajo, la recreación, la jubilación, la muerte, en fin, todo está dispuesto para que este sistema funcione armónicamente, para que no existan dudas sobre quienes hacen parte de él y, sobre todo, de los roles que se deben ejercer.


Sin embargo, las sociedades actuales distan mucho de esa «utopía». En alguna entrevista, Zygmunt Bauman manifestó que el salto de la modernidad a la posmodernidad no era más que el paso de la inane certidumbre a la incertidumbre mortificante. Las instituciones sobre las que se edificaba la modernidad, otrora rigurosas, sólidas y perpetuas, se transforman abruptamente (por no decir que se diluyen) con el vertiginoso devenir de los fenómenos contemporáneos: la irrupción de la tecnología, la globalización económica, la cultura del consumo, etc. Por ponerlo en palabras de Marshall Berman citando a su vez a Karl Marx, lo que antes era sólido, ahora se desvanece en el aire.   


Quizás esta sea una buena razón para explicar el drama existencial de las nuevas generaciones. Dicen que los seres humanos somos seres de costumbre y que en nuestra esencia se encuentra la facilidad para adaptarnos a los nuevos entornos. Pero despojarnos de más de un siglo de certidumbre, de normalización, de tradición, es complejo. Creería, por el contrario, que también tenemos una disposición natural para aferrarnos a lo establecido, a lo que siempre ha sido, a lo que hemos conocido y experimentado. El futuro produce temor, precisamente, porque no sabemos cómo será. El pasado, aunque nostálgico, nos recubre con su manto protector. En él no hay novedades, ni sorpresas, ni sobresaltos inesperados.


Cambiar el mundo actual es una hazaña homérica. Aspirar a las viejas instituciones puede ser un despropósito. Las familias nucleares, el sistema educativo conductista, los trabajos formales e indefinidos, el matrimonio para toda la vida, no son más que entelequias en el imaginario colectivo o, al menos, excepciones a las reglas dominantes. Lejos de un juicio de valor sobre lo anterior, quiero recalcar la imposibilidad que tenemos para transformar un mundo que nos sobrepasa y que, en algunos casos, lo más revolucionario se encuentra dentro de nosotros. Aceptar que todo se transforma, y honrarlo, es un buen inicio.


Hay que aprender a vivir con la incertidumbre. Hoy en día, no sabemos exactamente que vendrá. Pero, de algún modo, así siempre ha sido la vida, llena de inseguridades, de dudas, de temores. La píldora de la modernidad, esa misma que nos imprime una obligación de encajar en el mundo, no es más que un remedio pasajero. En el fondo, quizás, la verdadera medicina la había prescrito Terencio hace más de 2.000 años: «soy un hombre, nada humano me es ajeno». Su lema nos recuerda que el solo hecho de existir comprende en sí mismo la limitación humana por intentar controlar el mundo exterior y su voluble devenir.


Es curioso que una de las máximas de la filosofía clásica provenga de un comediógrafo. Tal vez, la enseñanza sea que la vida, aún con todos sus temores, preocupaciones e incertidumbres, no hay que tomársela tan en serio. El sistema nos quiere atados a sus múltiples cadenas de producción: en lo personal, en lo familiar, en lo laboral, en lo social. Nos frustramos por no encajar en un mundo que no logramos comprender del todo, que cambia constantemente, y que no nos puede garantizar la certidumbre de un futuro promisorio. Vivimos con miedo del desempleo, la inflación, la ruptura, o la no aceptación de los demás. Creo que es necesario recordar a Terencio y reírnos de nuestra propia existencia. Ya lo dije algunas líneas atrás: es necesario aprender a abrazar la incertidumbre.


Recomendado de fin de semana: qué mejor dosis filosófica para reconocer aquello que podemos y no podemos controlar que las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador-filósofo.  

 
 
 

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