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La importancia del silencio

  • Foto del escritor: Juan Camilo Puentes
    Juan Camilo Puentes
  • 5 may
  • 3 Min. de lectura

Colombia es un país bullicioso. Las ciudades y, paradójicamente, los campos, no escapan a las estridencias del día a día. Más aún, pareciera que el sello característico del colombiano, como si se tratara de una idiosincrasia primigenia o quizás de un destino irrevocable, fuera la propensión a la algarabía. De allí que el hablado vigoroso, la conversación estrambótica, el fragor de los insultos o la obstinación por el volumen sin límites (en la casa, en el transporte, en la calle, en el café, en el centro comercial, incluso, en la biblioteca) sean la regla general y no la excepción.


Hace un par de meses atrás se sancionó la ley contra el ruido. Su propósito principal es regular, a través de diversos dispositivos como sanciones económicas, políticas públicas y programas de formación, las afectaciones del ruido en la salud pública, el medio ambiente y la convivencia ciudadana. En cualquier Estado serio (también en Estados que no suelen serlo como Colombia) con instituciones jurídicas, políticas y comunitarias sólidas, esta ley sería un despropósito. Lastimosamente, todavía se adula con ímpetu el «fetichismo normativo», esa idea vetusta que propugna porque la cultura ciudadana, la transformación social y, en general, el progreso de una nación, se materialicen a partir de la expedición de normas: leyes, decretos, resoluciones, etc.


A pesar de ello, resulta una ley imprescindible. Esto, debido no solo a las graves y sistemáticas afectaciones a la tranquilidad, la integridad y la vida a causa del ruido, sino también, por poner en el centro del debate político una cuestión comúnmente infravalorada: el silencio. Históricamente, este ha sido un objeto de culto en las tradiciones religiosas y filosóficas: para el taoísmo es el fundamento del verdadero «tao», para el hinduismo es un estado espiritual, para el budismo expresa la verdadera naturaleza de la mente, y para los antiguos griegos era un presupuesto necesario del autoconocimiento y la sabiduría. Precisamente, en el plano individual, el silencio nos permite encontrarnos con nosotros mismos. Cuando se suprimen los sonidos externos reducimos la injerencia de todo aquello que es ajeno a nuestra esencia, y creamos un escenario propicio para la introspección, la reflexión y la búsqueda de la virtud.


En lo microsocial, el silencio conduce al reconocimiento de la existencia de los demás. Si el sonido puede ser entendido como una extensión de nosotros, de nuestras ideas, experiencias y emociones, por consiguiente, el silencio tendría una repercusión eminentemente democrática. Por un lado, permitiría reconocer que toda sociedad se encuentra integrada por una multiplicidad de voces ajenas a la nuestra que valen la pena ser tenidas en cuenta (ya sea para valorarlas o, bien, para criticarlas); y por el otro, fomentaría una mayor deliberación pública pues el solo hecho de guardar silencio y escuchar a los demás es un acto imprescindible para la búsqueda de acuerdos. En definitiva, el silencio hacia el otro no es más que una forma de respeto a sus derechos más elementales y un límite hacia nuestras propias proyecciones en el mundo.


Y en lo macrosocial, posiblemente, el silencio nos enseñe a moldear una personalidad colectiva más altruista, empática y pacífica. Desde una perspectiva neoinstitucionalista, los Estados actúan como si se trataran de personas: reflejan una personalidad determinada, establecen sus propios intereses y toman decisiones. Que los Estados privilegien el silencio, reconozcan sus beneficios y tomen acciones en su favor, puede derivar en un cambio significativo del actuar de todo el entramado institucional y, en última instancia, repercutir en el comportamiento de sus ciudadanos. No tengo ningún referente empírico, pero creo que esta actitud silenciosa fomentaría la prudencia, el sosiego y la sabiduría, sobre todo, en el proceso de toma de decisiones.


En conclusión, a pesar de criticar el fetichismo normativo colombiano, considero que la ley contra el ruido era completamente necesaria y urgente. Jurídicamente, es un marco regulatorio que busca la protección de intereses subjetivos y colectivos como la tranquilidad, la integridad y la convivencia. Filosóficamente, nos invita a reflexionar en torno al silencio y concebirlo como un camino para una vida más reflexiva, empática, virtuosa y, en definitiva, democrática. Aunque muchos afirmen que se trata de una «ley que nació muerta», de entrada, hay un gran acierto: la aproximación política al silencio buscando respetar los derechos de los demás, poner límites a nuestras propias manifestaciones y fortalecer la deliberación pública. Callar no es fácil, pero es necesario para el progreso individual y colectivo. Como decía Fernando González, el Brujo de Otraparte, «el silencio es una conquista».

 
 
 

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